El
cristianismo con su poder divino se había encargado de transformar el mundo
antiguo en mundo nuevo, y pronto hizo sentir su influjo por todas partes y en
todas las cosas. La educación y la instrucción recibieron grande impulso, y
presentaron nueva faz conforme con el destino presente y futuro del hombre.
El
espíritu del Evangelio penetraba en la sociedad, y a medida que se extendían
sus saludables doctrinas, las escuelas y establecimientos paganos debían
someterse, por fin, a la cultura cristiana.
Desde
el siglo IV hasta el VI fueron inundadas por los bárbaros casi todas las
provincias romanas. Reinaba la desolación por doquiera; a los males que
procedían de fuera se agregaban los que eran efecto de las particiones del imperio,
de las guerras contra los usurpadores, de impuestos insoportables y de la
manera de recaudarlos. Las necesidades, del presente, la incertidumbre del
porvenir, que a todos angustiaba, entorpecían los progresos de las ciencias aun
en los intervalos de la paz. La escasez del tesoro público no permitía a los
emperadores sostener los establecimientos de educación; los pueblos carecían de
los medios necesarios de atender a tales servicios y las escuelas
desaparecieron insensiblemente. Sin embargo, los hijos de los cristianos debían
instruirse en la religión, y los que aspiraban al estado eclesiástico debían
prepararse también para su carrera.
El
influjo del cristianismo disponía a pensar en las cosas del cielo, a penetrarse
del espíritu de amor y a avanzar en el terreno de la verdad. La Iglesia con su
disciplina destruía insensiblemente las costumbres brutales, haciendo que el
espíritu predominase a las fuerzas y agilidad del cuerpo. Todas estas
circunstancias y el espirito caballeresco que se desarrolló más tarde,
contribuyeron en gran manera a los progresos de la civilización en aquella
época.
Los
franciscanos y dominicos establecieron también escuelas en la edad media para
los aspirantes a la orden, y otras distintas para cuantos querían
frecuentarlas. Escribieron también algunas obras superiores a las empleadas
hasta entonces, y como, sus escuelas estaban en las ciudades, quedaron
desiertas las de los benedictinos, aunque las de estos eran superiores.
Desde
el siglo XII se establecieron escuelas en los pueblos bajo la vigilancia de las
autoridades locales. Estas escuelas sin embargo no diferían gran cosa de las de
los conventos, pues que estaban reducidas al estudio de memoria, a causa del
grande precio de los libros y el papel. El maestro, auxiliado a veces por los
discípulos de mayor edad, recitaba la lección hasta que la mayoría la aprendía
de memoria y la explicaba después bien o mal. Cuando disminuyó el precio del
papel, se adoptó el método del dictado. En suma, no diferían estas escuelas de
las del clero sino en la forma exterior, y servían asimismo, por lo común, para
formar eclesiásticos. Decidida la creación de una escuela, se construía un
edificio, se fijaba la dotación del maestro y la retribución de los niños, y se
nombraba un rector de entre el clero, y la autoridad civil no se cuidaba más de
la escuela. Entonces el rector nombraba auxiliares pertenecientes también al
clero, y estos eran los encargados de la enseñanza. En el siglo XIV los
discípulos de más edad viajaban para frecuentar diversos establecimientos, y
esta costumbre, que al principio tuvo por objeto adquirir una educación más
esmerada, degeneró por último en una vida vagabunda; así que estas escuelas
destruyeron las de los conventos sin contribuir en nada a los progresos de las
ciencias. La educación de la masa del pueblo en aquellos tiempos era casi nula.
Los estudios clásicos introdujeron después cierta libertad de espíritu, y con
ella cambios notables en la educación y enseñanza, los cuáles bajo el influjo
del cristianismo prepararon los progresos del porvenir.